
Con el sonido del play recordé mi primer viaje hace no mucho tiempo, meterse en los rincones de otras ciudades puede hacerte conocer tus propios miedos. Y así fue que conocí los mío, y ante el desafío de poner el cuerpo, no afloje las piernas y me baje del bus. Entrarse en la vida de una persona tiene más que ver con los detalles cotidianos que con los shows de una barra y una buena bebida, porque las luces de los bares tienen photoshop y el amor pareciera retocarse cuando suena algún rock. Una vez me dijeron que era insoportable al haber notado como detalle romántico que la chica pasaba el trapo en la mesada, pero yo me había enamorado de sus manos, sus dedos apenas flexionados que ejercían una mínima presión sobre la rejilla amarilla. Me perdí en ese movimiento, y son muchos los que se me pierden algunos días, creo que por eso cuando me sumergí en ese minuto 4 segundos de cotidianeidad en formato digital me volví a enamorar de sus dedos, de sus manos que simulaban un tambor en sus rodillas. Y esos movimientos se repiten en variadas tareas, cuando marca el teléfono, cuando busca sus lentes de contactos, cuando prepara el mate, cuando busca plata en la billetera, cuando se sirve agua, cuando me dice buenos días y me insinúa un revolcón, cuando me toma la mano, cuando corta las verduras, cuando le paga a la cajera, cuando apaga la luz, cuando se pone la remera, cuando apoya su cartera, cuando me dice que va al baño, cuando le pone el barral al auto, cuando cierra el capot, cuando me explica que las palomas son ovíparos, cuando me hace la merienda, cuando me pregunta por la bicicleta, y hasta cuando me dice adiós.